miércoles, 23 de mayo de 2007

Cortometrajes.

La batalla de Midway.
Cortometraje en vídeo, rodado en dos jornadas livianas para lo acostumbrado, en las que el plan de rodaje se cumplió sin apenas retrasos. Tres horas de brutos para lo que en montaje no superará los quince minutos. Sin florituras. Un poco de aquí te pillo aquí te mato, cámara en mano, sin iluminar. Sonido, sí. Cuatro personajes en lo que los críticos llamarían una historia de actores. Escenas a dos, doce en total. Un final que no es final. Sin música.
En el momento de escribir estas líneas faltan dos secuencias por montar –es lo que tiene el trabajo del aficionado, a veces las obligaciones pesan y los compromisos asfixian-. De todos modos, el optimismo quizá pueril de sus artífices hace que confíen en tenerlo para antes del verano (entendamos aquí 1 de julio, por aquello del fin de curso).
Seguiremos informando.
La batalla de Midway: amanece en Tierno Galván; sonido e imagen a debate; breaking the law en la Plaza de los Cubos.

La última función.
Cortometraje en 35 milímetros –cosa seria, oiga-, dirigido por Daniel Ramírez. Historia visual de ritmo lento, pausado. De los preparativos de los actores ante la función. De sus cosas. Tratado con mimo, el mismo con el que el equipo trata a la cámara y revisa ese pelo que todos esperan no aparezca. Llevará música original. Estoy deseando verlo, Daniel. Un saludo.

"La última función".

Esto no es un western.
Lo nuevo de Sergio Catá, fotografía Ignacio Giménez-Rico. Betacam digital. Fin de semana intenso, tres días de catorce horas –de trabajo, se entiende-. En Guadarrama el tiempo pasa bonito. Y comer en el bar del polígono. Y volver a Madrid a las mil. Pero todo está muy bien, y yo contento de que me hayan invitado. Lo veremos en septiembre. Qué bien.
"Esto no es un western": en proceso; la cuarta dimensión; maricupidas.

jueves, 10 de mayo de 2007

Nam June Paik

A veces uno consigue vencer sus ocupaciones y su pereza y se ve inmerso de pronto en mundos inesperados, más aquí, en la esquina de Gran Vía con Fuencarral, la primera repleta de grandes superficies populacheras, la segunda de exclusivas minitiendas de tendencia. Y como anfitriona, esa gran compañía de las telecomunicaciones. Sí, esa. Perdón, denme un segundo. Quizá sí sea éste el enclave ideal.
Tras pasar por el detector de metales, elemento imprescindible del modus vivendi contemporáneo –no puedo evitar pensar: “¿Cómo irá esto? ¿con radiación? ¿campo magnético? Sea lo que sea, seguro que no es saludable.”- una señorita me pide desganada mi código postal. Toma ya. Aderezan la visita una multitud de guardias de seguridad, hembras y machos. ¿Qué pensarán de este coreano loco?
Pero vamos al tema. Nam June Paik ha debido ser feliz, da la impresión de que al menos en momentos, ha hecho lo que le ha dado la real gana, y eso está muy bien.
Me flipan sus robots, alguno ronda los tres metros, otros van a caballo, construídos a base de radios y televisores vintage –el término no es mío, figura en las fichas de las obras-, de esos tan hermosos de armarito, de cuando la tele era una cosa que daba pudor y uno la tenía resguardada tras una portezuela. Qué tiempos.
Las piezas se completan con elementos de cable y metal, hasta un buzón enorme del U.S. Mail.
También hay pintura, y láminas de texturas en forma de pantalla de tv retro.
Y composiciones con multitud de monitores que alternan videoclips ochenteros con ritos tradicionales y con simple azar.
Me gusta cómo firma las piezas, ¡sin medida!
Y los robots bombilla.
Y el abuelo y la abuela.
Y la foto de familia sin mentiras.
Y el caballo que tira del carro.
Y una cabeza de vaca.
Y un periódico alemán.
En un aparte, algunas de sus primeras obras, que reflexionan sobre la contemplación y el budismo. Y un caminito que él ha trazado con su frente en el suelo. Cosas de los artistas.

Imágenes: TV Buddah; Varios; Museo Nam June Paik, a inaugurar en 2008 en la provincia coreana de Gyeonggi.
Me encanta también su dolmen, construído con un porrón de televisores que emiten imágenes de la agrupación monumental coreana en la que está inspirado, así como geometrías y figuras de colores, todas en danza constante. Quizá sea por el de Dombate. Cosa atávica, oiga.
Me río mucho con su tortuga, enorme también. Me enfrasco en sus bocetos en servilletas, manteles, hojas pautadas.
También hay vídeo, pero no llego a tiempo, y una performance chamánica en honor a un amigo muerto.
Qué más puede uno pedir si no ha tenido ni que pagar la entrada.

Imagen: la abuela y el abuelo.

martes, 8 de mayo de 2007

Cult of luna.

¿Qué le echan al agua en Suecia? ¿cuál es el aditivo mágico que hace que sus bandas resulten tan arrebatadoramente atractivas, tan naturales?
Afortunadamente, el culto a la luna se celebraba esta vez en la sala Copérnico, para mí, una de las mejores de la capital del estado. Teloneaban Adrift, madrileños: gran equipo, sonido tremebundo, último tema con empaque sufieciente como para dejarnos correctamente situados en el centro del cauce que arrollaría minutos después el glaciar sueco con su paso lento, poderoso, inexorable, arañando las entrañas del valle, arrastrándonos con él en su viaje.
Un set perfectamente equilibrado, si bien al comienzo uno no puede evitar pensar en lo lastimoso de no haber dispuesto algún preparativo lisérgico, los cabrones convencen, pasando del susurro al grito desgarrado, como uno solo. Banda generosa, tres guitarras que se cruzan sin dar una voz más alta que otra, dejando espacios, trazando motivos que de simples resultan hirientes, con el teclista lanzándose contra las paredes en comunión perfecta con el guitarra de la tele -¿qué se habrán tomado estos dos?- para luego hacernos temer por su integridad de lo cerca que está de abrirse la frente contra sus cacharros con cada tumbada espasmódica de su torso en noventa grados con sus extremidades inferiores.
Cincuenta y cinco minutos estupendos, se quedan sosteniendo el momento el guitarra de las les paul y el ¿teclas? –no recuerdo-, el resto se retiran un instante a cumplir con algún exótico ritual escandinavo del que vuelven tirando del moco y nos obsequian veinte minutos finales increíbles que hacen que lo pagado a la entrada resulte ridículo al lado de lo que hemos recibido.
Luego una camiseta de manos del guitarra de la tele y pa casa, más contento que yo que sé qué, en lo que parecía un lunes insalvable.
Para curiosos: faltaba el cantante, pero el guitarra de las les paul cumplió con creces, qué garganta. Grande, muchachos, grande.